La abuela le pide
a los nietos que la acompañen a la Iglesia.
Qué aburrido!
–piensa Susana, la nieta adolescente; pero al recordar que están en Semana
Santa, decide ir.
–¡Vamos! –grita
Matías, de ocho, que ve en la invitación una ocasión para atrapar palomas en el
campanario.
Es una tarde fría.
El cielo está nublado. Llegan a la Iglesia. Un candado avisa que está cerrada.
La abuela les indica ir por el lateral; seguro que, la puerta estará abierta.
Entran por la parte trasera. No hay nadie adentro.
–¿Qué les parece si
rezamos el Vía Crucis?
–¿Qué es eso?
–pregunta Matías.
–Es recorrer,
siguiendo estos cuadritos, el camino que hizo Jesús llevando la Cruz, hasta su
muerte –responde su hermana.
El niño se para
frente al primer cuadro y lee: “Jesús
es con–de–na–do”. Mira a las mujeres y con picardía pide una
explicación.
La abuela hace un
gesto de complicidad y comienza con el relato:
“Eso fue en la
mañana del viernes. El gobernador sabía que era inocente. Y, buscando excusas
para liberarlo, les dio a elegir al gentío entre Cristo y Barrabás, un asesino
que nadie quería.
“La muchedumbre
pidió a gritos que liberen al delincuente; y que crucifiquen a Jesús.
‘¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!’, gritaban enfurecidos.
–Pero... ¿no era
bueno? –comentó Matías.
–Buenísimo. Él los
había curado, les había dado de comer, les había enseñado las cosas de Dios,
como en la catequesis –dijo la mujer acariciando la cabecita del pequeño y
prosiguió con el relato.
“Entonces, para que
la gente se calmase, el gobernador mandó azotar al Nazareno.
–Eso es lo más
impresionante de la película... –comentó Susana– ...cuando le arrancan la carne
a latigazos.
“Después –continuó
la abuela– lo abofetearon y le clavaron una corona de espinas.
“Pero aún faltaba lo
peor: la humillación de llevar la cruz hasta la cima del monte Calvario, donde
sería crucificado.
“Jesús carga con la Cruz. Apenas sale a la calle, la gente se amontona. Algunos
aprovechan para insultarlo y escupirlo. Otros, para demostrarles a los soldados
que no estaban de su lado, le gritan groserías.
“Entre ellos está
uno de los que había curado la lepra, está la madre de una niña que había
resucitado... Cristo los reconoce. Podría llamarlos por su nombre. Los mira.
Ellos prefieren bajar la cabeza.
Susana se imagina
entre la gente. Se siente parte del relato.
“Se escuchan ruidos
de metales. Son los soldados que vienen a exigirle que se apure. Al día
siguiente es feriado y quieren terminar temprano. Uno le da un empujón. Jesús cae por primera vez.
–Acá está el dibujo
–dice Matías, señalando la tercera estación.
–¿Alguna vez te
caíste?
El niño recuerda
cuando se cayó de la bicicleta. Le había sangrado el codo y se había raspado
las rodillas. Lo peor había sido cuando su mamá le lavó las heridas con agua y
jabón.
–¡Ay! –exclamó al
comprender. La abuela siguió contando.
“Los soldados se enfurecieron
porque demoraba en ponerse de pie. Uno le tiraba de los pelos, otro lo azotaba.
“Gritó tan fuerte
que María, que estaba lejos, lo escuchó.
“Luego se abrió paso
entre la multitud.
“Por fin, Jesús se encuentra con su Madre”.
Pero está tan desfigurado que ella no lo reconoce. Lo mira a los ojos y
consigue ver en ellos, al pequeño que había crecido entre sus brazos.
“Se contemplan
durante unos instantes. El ambiente se llena de ternura. La gente, emocionada,
los contempla sin hablar, hasta que otro latigazo obliga a Cristo a separarse
de su mamá.
“La Virgen se queda
sola.”
Los niños sienten
compasión por la Madre de Dios.
Caminan unos pasos y
se detienen en la quinta estación.
–¿Quién es ese
hombre?
–Simón de Cirene carga con la Cruz
–lee la joven, a modo de respuesta.
“Cristo no tiene más
fuerzas para continuar. Entonces, los soldados buscan a un hombre para que le
ayude a cargar con los maderos.
“Lleno de miedo,
Simón se niega. Se siente poca cosa para estar al lado de Cristo. Éste lo mira
y le infunde confianza. El cireneo vence el miedo y le ayuda con la Cruz.
“Es un aporte ínfimo
entre tanto dolor, pero significa mucho para Cristo que recibe agradecido el
favor de su nuevo amigo.
–Cuando sea grande,
yo le voy a ayudar –agrega el pequeño.
–No hace falta que
crezcas. Ahora puedes hacerlo: siendo obediente, haciendo las tareas, no
peleando... Eso hace muy feliz a Jesús.
Se detienen en la
sexta estación. La abuela se inclina hacia la nieta y en la intimidad le
comenta:
“Entre la
muchedumbre hay una mujer que simpatizaba con su mensaje y con el grupo de
mujeres que lo seguía; pero, por tímida, no se había comprometido a seguirlo.
“Obligan a Cristo a
tomar un atajo y, sin esperarlo, pasa delante de ella. Al verlo tan cerca, la
mujer rompe con su timidez, arranca un lienzo de su vestido y, cuidadosamente, Verónica enjuaga el rostro del Señor.
Susana, recuerda
cuando por “timidez”, no defendió el mensaje de la Iglesia entre sus
compañeras... y se avergüenza.
La abuela teme que
la joven esté aburrida y quiera regresar a casa.
–Sigue contando abuela –dijo el mocoso.
La joven toca el
brazo de la abuela con gesto indeciso y también le pide que siga con el relato.
Miran hacia atrás.
Las puertas estaban abiertas. Había muchas personas recorriendo el Vía Crucis.
Algunos rezaban el Rosario. Otros, en fila, esperaban para confesarse.
En la casa,
no ha dejado de sonar el teléfono. Son las adolescentes que preguntan por su
amiga.
“Salió con la
abuela” –responde la mamá una y otra vez. Al pasar por la habitación del niño
sonríe: no está con los jueguitos de la computadora.
–Si quieren que
sigamos, tenemos que cruzar del otro lado.
Los niños aceptan,
buscan la séptima estación y se detienen frente a ella.
“Estaba muy cansado,
sus pasos eran cada vez más cortos y torpes. De pronto, topa con una piedra y cae por segunda vez.
La abuela piensa en
las caídas del alma que suelen ser más dolorosas que las otras. Recuerda las
veces que prometió no volver a caer y que igual tropezó con la misma piedra.
Admite que su
carácter, sus caprichos y su egoísmo, terminan siendo las piedras con las que
tropieza Cristo. Obstáculos que traicionan el camino espiritual.
–Abuela: ¿quiénes
son estas señoras? – Matías la interrumpe en su reflexión.
–Son un grupo de
mujeres que, afligidas por lo que está pasando, lloran sin consuelo. Cristo se
detiene ante ellas y les dice: “No lloren por mí, sino por sus pecados y por
sus hijos.
“Les explica que
causan más sufrimiento las faltas de caridad y la indiferencia de sus hijos,
que los latigazos de los romanos. Así, Jesús
consuela a las mujeres de Jerusalén.
–Voy a pedirte una
cosa, –le dijo a Matías que, como a todo niño, le gusta que le hagan encargos
importantes– Quiero que en tus oraciones pidas perdón por las ofensas de los
hombres que no rezan, que no van a Misa y que blasfeman.
–Que rece por los
ateos también –agrega Susana.
–No solamente por
ellos sino también por los bautizados que se han ido a otras iglesias, por los
que sólo acuden a Dios en los momentos malos y después se olvidan...
Por las mujeres que
abortan y por las que no transmiten la fe a sus hijos –concluye la abuela y
vuelve al Vía Crucis:
“Le duele más el
corazón que el cuerpo. Es tanta la amargura de su alma, que no resiste más... y
cae por tercera vez.
“Sabe que con su
sacrificio está pagando el rescate de todos los hombres que somos rehenes del
pecado.
–Como los secuestros
que aparecen en la tele.
–Algo parecido
–responde la mujer con una leve sonrisa.
–Y acá... ¿qué pasó?
–pregunta el niño.
“Llegaron al lugar
de la crucifixión. Los soldados le
quitan la ropa y se la sortean.
“Cristo, permanece
en silencio, no se queja ni está enojado.
“Lo acuestan encima
del madero que está en el suelo. Toman sus brazos y, traspasándolos a golpe de
martillo, lo clavan en la Cruz.
Toman sus pies y hacen lo mismo.
“Una vez clavado, lo
elevan junto a dos malhechores. Allí lo dejan: con las heridas, la sangre y los
brazos extendidos.
“Todo es desolación
y misterio. María no puede creer lo que han hecho con su hijo. Desde la Cruz,
Él la consuela con la mirada y le regala una tenue sonrisa.
“Luego llama a su
amigo Juan, que estaba junto a María, y le pide que en adelante cuide de su
mamá, que no la deje sola.
“María también se
acerca para escuchar de labios de su hijo la última petición: “quiero que seas
la Madre de todos”.
“El cielo se
oscurece. Tiembla la Tierra. Los ángeles lloran en el momento en que Cristo muere en la Cruz.
“Aquel niño nacido
en un pesebre, aquel joven que había llorado y reído junto a sus amigos, aquel
mismo que había sanado a tantos... estaba muerto.
“La reflexión ganó
el corazón de todos. Al ver que habían clavado a un inocente, comenzaron a
marcharse. Algunos soldados sintieron el sabor amargo del arrepentimiento;
otros, el de la culpa.
“Lejos quedaron los
días de gloria: el milagro de Caná, la pesca milagrosa, la resurrección de
Lázaro, la entrada en Jerusalén.
“Hay dos seguidores:
José de Arimatea y Nicodemo, que no habían participado de estos momentos pero
que estuvieron presente cuando el Señor más los necesitó.
Piden permiso a
Pilato y bajan su cuerpo de la Cruz.
“Su madre lo toma entre sus brazos.
Se renueva el dolor al comprobar que el cuerpo de su hijo estaba muerto.
“La tarde llega a su
fin. Es de noche, cuando dan sepultura
al cuerpo de Jesús. Lo ponen en una cueva cavada en roca y dejan caer
una gran piedra sobre el ingreso.
“Todo hace pensar
que sus enemigos tenían razón: Cristo no era más que un gran hombre, un
magnífico profeta... pero no era Dios.
“El día sábado, ya
muchos se habían olvidado del Maestro, ya nadie hablaba del Nazareno. Todos
estaban ocupados en los preparativos de las fiestas.
La abuela los invita
a sentarse.
“El domingo, antes
de que amaneciera, un grupo de mujeres fue a llevarle flores y perfumes.
Durante el camino se preguntaron quién movería la piedra. Ellas no tenían tanta
fuerza.
“Cerca del lugar,
observaron que la piedra estaba corrida. Corrieron y, al entrar al sepulcro,
vieron que no estaba el cuerpo. Pensaron que lo habían robado. En su lugar,
había dos ángeles vestidos de blanco.
“Uno de ellos les
dice: ‘¿por qué buscan entre los muertos al que ha resucitado? ¡Cristo está
vivo y vivirá por siempre!’, agrega con una amplia sonrisa entre los labios.
“Es tanta la alegría
de las mujeres que tiran las flores al suelo y salen corriendo para contar a
los discípulos lo que ha pasado.
Una vecina se acerca
para saludar a la abuela, sin embargo, al ver a la adolescente rezando de
rodillas, se detiene.
La abuela acomoda a
Matías, que está dormido, en su falda. Con tiernas caricias sobre su cabecita
da por finalizado el relato.
Susana mira la
imagen del Cristo en la cruz y, emocionada, le anuncia que se anotará en el
grupo juvenil de la Parroquia.
Le brillan los ojos
de sólo imaginarse enseñando la catequesis a los niños del barrio. Sueña con el
campamento de verano. Se imagina misionando, llevando la alegría cristiana a
los más necesitados. Sonríe.
En tanto, Matías
sueña con que defiende al Señor con su espada de juguete. Le asegura a la
Virgen que, en adelante, no estará más sola. Él será su protector.
Mientras los nietos
imaginan ese porvenir, la abuela recuerda los viernes santos de su época:
cuando las mujeres iban vestidas de luto, cubriendo los rostros con mantillas
negras.
Recuerda a su abuela
de tez blanca y ojos oscuros que, con la voz clara y temblorosa de las mujeres
valientes que hablan en público, decía:
–Te adoramos,
Cristo, y te bendecimos.
A lo que los demás
respondían:
–Que por tu Santa
Cruz redimiste al mundo.
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