Cuando fui adolescente tuve
muchos problemas con mi madre. Fui muy rebelde y desordenada y eso ameritaba
que constantemente estuviera regañada, con castigos o cosas semejantes. Sin embargo,
aunque en su momento me sentía la víctima que recibí la mayor injusticia en el
mundo, no podía hablar mal de ella ante otros y me hervía la sangre cada vez
que alguien siquiera intentaba hacerlo.
Hoy por hoy, yo veo cómo mis
amigos, familiares, conocidos en las redes sociales exaltan a sus madres, las
veneran y se enorgullecen de todos los trabajos y vicisitudes que hubiera
tenido que pasar para sacarlos adelante. Tal vez nunca tuvieron problemas con
ella en su adolescencia o tal vez –como yo- al paso de los años se han dado
cuenta que no vale la pena darle vueltas a las mismas cosas, ahora ya en el
pasado.
Pero hay algo que me duele mucho
en este tema. A nosotros –y me refiero a mis amigos y a mí, los que crecimos
espiritualmente en el Grupo de Convivencias Pedro y Juan- nos enseñaron que la
Iglesia es nuestra madre –y creo que literalmente lo ha sido-. Nos enseñaron
que así era como debíamos verla, pues en ella nacimos, ella nos ha nutrido con
la enseñanza del Evangelio, ella nos ha arropado con los Sacramentos y en ella
hemos vivido los mejores años de nuestras vidas, muchos incluso encontrando ahí
a los mejores amigos en la vida o a los compañeros sentimentales que nos
acompañarán hasta el fin de nuestra existencia. Sin embargo, tal como tantas
veces nos enseñaron, nos hemos convertido –algunos- en los peores señaladores
de nuestra madre espiritual, en los más acérrimos críticos y en los más crueles
observadores de sus defectos, pero dejamos de lado sus valores y sus virtudes. Es
decir, somos injustos con esa madre a la que nos enseñaron a amar y respetar.
Y creo que es exactamente lo
mismo que en el ejemplo primero. Todos tenemos problemas, todos en algún
momento tuvimos un desacuerdo con nuestras madres biológicas, algún enojo,
alguna injusticia. Muchos de nosotros los tuvimos en mayor cantidad y otros más
apenas algo para recordar y de lo cual aprender. Sin embargo hoy por hoy,
podemos entenderla, justificarla, valorarla y venerarla porque entendemos lo
que pudo haber sentido y sus posibles razones.
Sin embargo, para nuestra madre
espiritual no tenemos ese entendimiento, esa comprensión ni valoración. Preferimos
hablar de sus defectos, de las veces que ha caído –y no toda-, de los errores
que ha cometido; en lugar de hablar de los momentos en que ha sufrido por
preservar la fe, de todo el bien que hace en el mundo a cada momento, de los
mártires y santos que han dado su vida por ella y que han servido para
fortalecerla para ti y para mí, para que tengamos libertad de religión, para
que podamos vivir nuestra fe como queramos, para que –incluso- podamos ver,
evaluar y AYUDAR a corregir sus errores.
Yo dejo una pregunta en el aire:
si tu mamá biológica, cometiera un crimen, uno que mereciera la cárcel (nadie
está exento) o peor aún, fuera involucrada y acusada injustamente por un delito
que NO cometió, ¿cómo te gustaría que se tratara su caso? ¿Qué sentirías al
escuchar a otros acusándola sin tener pruebas? ¿Qué harías si vieras que las
autoridades y los medios de comunicación se empeñaran en presentarla como una
criminal sin escrúpulos y se recrearan en publicar y publicar mentira tras
mentira y te dieras cuenta de que cada vez más personas se inclinaran por
pensar que verdaderamente tu mamá es la peor persona del mundo? ¿Qué sentirías?
¿Qué harías?
Solo busco reflexionar un poco
acerca de lo fácil que se está convirtiendo el señalar los defectos y
carencias, en lugar de ayudar para defender o defender ayudando.
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