En estos últimos días me he
estado acordando mucho del grupo parroquial al que pertenecí en mi juventud. En
realidad he estado extrañándolos horriblemente. Y entre tanto recuerdo que me
ha asaltado, uno entre todos se destacó – con la ayudadita de una persona que
molesta mucho con sus comentarios en Facebook - .
Nuestro guía espiritual, el
ministro de la Iglesia Humberto Sánchez, nos contaba continuamente una historia
de la que recuerdo todo, menos los nombres de los protagonistas. Tengo la
sensación de que el sacerdote era una persona famosa. En fin, les platico con
mucho gusto.
La historia dice que había un
sacerdote muy bueno en un pequeño pueblo, pero que entre la feligresía había
una señora, de esas que nunca faltan: de abolengo, adinerada, prepotente y
además . . . ¡santa! Bueno, eso de santa se lo adjudicaba ella misma, que
siempre estaba hablando de las donaciones que hacía, de las personas que
ayudaba, de las instituciones a las que pertenecía, de los rosarios que rezaba,
de las misas diarias a las que asistía. Le gustaba presumir de su gran
paciencia y de que era incapaz de decir una grosería o insultar a nadie. Y la paciencia ¡la paciencia era su mayor virtud!
Ni los insoportables chamacos del hospicio, ni los latosos ancianos del albergue podían hacer que su santa paciencia se agotara.
Para este pobre sacerdote era una monserga
hasta los momentos en que la recibía en confesión, porque lejos de reconocerse
pecadora, acostumbra resaltar sus cualidades y achacarle la culpa a todos los
que la rodeaban, no sin añadir, al final de todo, que los perdonaba, porque
ella era una mujer muy buena y santa, y que nadie la haría pecar por mucho que
la fastidiaran.
Tan cansado estaba ya el cura del
pueblo de la “santa” señora, que un día decidió visitarla en su casa. Lo recibió
en la puerta un sirviente que lo condujo a un grande y elegante salón
totalmente alfombrado, con muebles de cedro y una mesa de centro adornada
coquetamente con figurillas de porcelana traídas desde algún país lejano. Un monumental
librero acogía cientos de volúmenes finamente encuadernados, muchos de ellos
primeras ediciones atesoradas por el marido de la santa señora.
En un rincón bellamente adornado,
había una lujosa cantina que guardaba los más finos licores, copas, vasos, etc.
Dispuestos para los importantes invitados que asiduamente acudían a visitar a
la santa y su familia.
Entretenido estaba el sacerdote
en comprender la firma del autor de un cuadro finamente enmarcado que
engalanaba la pared central, y que apenas era un integrante de la gran
colección que abarcaba los otros tres muros de la habitación, cuando irrumpió,
en todo su esplendor, doña Margarita de la Corcuera y Dávalos Conde de
Montecristo (la santa, para abreviar).
-
¿Qué se le ofrece señor cura? ¿Tal vez alguna
donación para los pobres?
-
De ninguna manera doña Margarita, ya su santidad
ha sido demasiado buena este mes.
-
¿Entonces? ¿A qué debemos el placer de su
visita?
-
Vine a comprobar, con mis propios ojos, hasta
qué grado llega vuestra beatitud.
La cara de doña Margarita no
alcanzó a reflejar todas las dudas que por dentro se formaron con aquella frase
del sacerdote. Pero antes de que pudiera articular siquiera la primera
pregunta, horrorizada comenzó a ver cómo el sacerdote comenzó a saltar sobre sus
muebles importados y destrozaba la tela de lino bordada con hilos de oro que
engalanaba los cojines que hasta hacía dos segundos reposaban impolutos sobre
éstos. El sacerdote parecía poseído –y no precisamente por el Espíritu Santo-
brincaba y gritaba como endemoniado, mientras doña Margarita no alcanzaba a
comprender qué era lo que sucedía.
De repente, el cura del pueblo,
se dirige hacia la elegante barra y toma en cada mano un envase de licor
diferente y comienza a regarlos por toda la alfombra.
-
¡Mi alfombra! ¡Mi alfombra no, hombre del
demonio! Pero ¿qué es lo que le pasa? ¿es que ha enloquecido?
Sin embargo el cura estaba de lo
más calmado, con gran parsimonia descolgó los cuadros de la pared y bailó sobre
ellos sus mejores pasos de vals –que no eran muy gráciles, dicho sea de paso -.
La paciencia de doña Margarita,
curiosamente, llegó a su límite en un mínimo tiempo récord.
-
Deténgase ya o lo mando a encarcelar,
desgraciado cura. ¿Acaso cree que estas cosas no tiene valor? Maldito hombre,
ya decía yo que usted no estaba bien de la cabeza. Ya me lo parecía desde que
llegó al pueblo con su cara de mosca muerta y sus ideas revolucionarias de amor
hacia los pobres y todas esas estupideces.
¡Deje de
bailar sobre mis cuadros, hijo de la /%#=!# , que son originales! ¡Cómo se ve
que usted nunca ha salido de su mugre parroquilla y no conoce más allá de lo
comedores comunitarios ni del asilo de ancianos. ¡Esos cuadros cuestan la
fortuna que usted nunca verá, ni siquiera en mis más generosas limosnas. Ahora veo
que usted ni nadie se merece mi benevolencia, ni mi lástima.
Para cuando la mujer estaba
tratando de recuperar el aliento, el cura ya había tirado todos los libros de
su elegante contenedor y se entretenía arrancando sus páginas, haciendo
churritos de papel y sumergiéndolos en la elegante hielera que ahora tenía a
sus pies.
Cuando por fin consideró que
había terminado –con la paciencia de la santa, no con las cosas del salón- se
dispuso a abandonar la casa, esperando nunca más volver a ver a aquella que tan
poco necesitó para olvidarse de toda la santidad de la que presumía y con la
que tenía abatido a todo el pueblo, no sin antes, disimuladamente arrastrar con
su capa todas las figurillas de porcelana que descansaban en la mesa de centro,
haciéndolas añicos.
La mujer estaba fuera de sí, lo
tomó por el brazo y lo arrastró hasta la puerta principal, maldiciéndolo e
insultándolo hasta más no poder. Sus ojos desorbitados chispeaban algo parecido
al odio, su boca babeaba de rabia y su corazón estaba sufriendo la peor
taquicardia de su vida. Poco le duró la santidad a la pobre señora cuando se
topó con un santero de su tamaño.
Moraleja uno: el que entreguemos a
los demás lo que nos sobra, no nos hace santos.
Moraleja dos: siempre habrá
santeros en nuestras vidas, dispuestos a ponernos a prueba cada vez que
presumamos de alguna cualidad.
¿Y tú qué eres? ¿Santo o santero?
“Si es Santo el que los llamó,
también ustedes han de ser santos en toda su conducta, según dice la Escritura:
Serán Santos, porque yo soy Santo” (I
Pedro 1, 16)
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