Hace unos dos meses, debido
a una situación delicada que vivimos en el trabajo, me enteré de una historia
por demás aterradora y desgarradora.
Resulta que un joven, cuando
estudiaba la secundaria, acostumbraba ir a jugar basket ball a la cancha de una
escuela muy grande con sus amigos y ahí conocieron al prefecto, que, según
platica este joven, siempre fue muy bueno con ellos, amable y considerado.
El asunto es que de repente
dejaron de ver al prefecto y además, la vida se fue encargando de llevar a los
amigos por sendas diferentes, de tal manera que nunca regresaron a las canchas
de la escuela.
El tiempo pasó y un par de
años después, este joven se encuentra con el prefecto en la calle. Lo saluda
con afecto y, como suele suceder, trata de ponerse al corriente de lo que ha
sido de sus vidas.
El corazón del joven se
estruja al ir escuchando cómo, lentamente, el amigo prefecto le cuenta la
historia de lo que sucedió con él un par de años antes.
Resulta que, un chico de la
secundaria donde trabajaba, le denunció ante las autoridades escolares y
después ante las autoridades penales, por abuso sexual.
El prefecto se defendió,
alegando que era mentira aquello que se le imputaba, pero todo fue en vano;
siempre es mejor creer ciegamente lo que pueda decir un adolescente, al que,
por serlo, se piensa que sería incapaz de inventar semejante cosa.
Las acusaciones fueron “contundentes”
y como suele suceder en nuestro país, no fueron necesarias ningún tipo de
pruebas para encerrar en la cárcel al “abusador” mientras seguían con las averiguaciones.
Todos sabemos lo que le pasa
adentro de las cárceles a los violadores (sin importar que se les haya comprobado o no).
Abusaron de él, lo violaron, lo
vejaron, sufrió golpizas, burlas, etc. Todo durante un año completo. Al final
de ese tiempo en el infierno –pues la palabra cárcel es poco para lo que
significó estar ahí-, lo mandaron llamar, y con una palmadita en la espalda, le
dijeron: “Disculpe usted, todo fue un error. Queda usted libre”.
¿Y su salud mental?
¿Y su integridad física?
¿Y su daño moral?
¿Y su trabajo?
Esta experiencia ha llamado
profundamente mi atención acerca de todas esas denuncias que salen en contra de
sacerdotes, maestros, doctores, personas de ayuda doméstica, etc. Y sobre todo,
aquellas denuncias que vienen con varios años de dilación. ¿Cómo hacen las
autoridades para corroborar que las denuncias sean ciertas? ¿Cómo se puede
comprobar un abuso que tiene 10 años de antigüedad?
¿Por qué las denuncias son
más mediáticas que las absoluciones? ¿Por qué pocos ponen en duda que la
acusación sea de mala fe? ¿Por qué una vida normal, con ciertas virtudes o por
lo menos buen comportamiento, no importa a la hora de llevar a cabo una “investigación”?
La “situación delicada” a la
que me refiero en las primeras líneas de este escrito, estuvo a punto de
alcanzar niveles peligrosos para una persona que ha tenido una vida intachable,
dedicada a la formación de jóvenes adolescentes con una entrega y una pasión
por la docencia que a pocos se le ven. Y la imaginación desbordada de una chica
carente de valores, pero con abundante labia para platicar lo que su mente
imaginaba, puso al borde del precipicio la estabilidad de esta persona.
¿Cómo podemos creer a ojos
cerrados las acusaciones contra cualquier persona sin exigir que se entreguen
pruebas contundentes antes de condenar?
¿Qué clase de persona se
necesita ser para querer destruir, solo por deporte, la reputación y la vida de
alguien más?
Por desgracia, casos como
éstos abundan hoy en dia y todos, tú y yo también, estamos expuestos a los
caprichos y la mala leche de cualquiera que desee perjudicarnos.
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