Esperó al padre en la puerta de la escuela. Como todos los viernes. A
partir del divorcio, Fernando vivía con su madre, pero los fines de
semana eran del padre. Antes de cualquier dictamen impuesto, ellos lo
habían resuelto amigablemente, sobre todo para no herir al hijo con
enfrentamientos inútiles. Nunca llegaba en hora, pero esta vez demoró
más que de costumbre. Mientras compartió la espera con otros chicos,
Fernando no se inquietó, pero uno a uno los fueron recogiendo y al final
sólo quedaron él y el portero, un tipo que además detestaba a los
escolares.
Marcelo apareció por fin, casi corriendo. Fernando se resignó a besar la
mejilla, paterna y sudada. Eso no le gustaba, porque la boca le quedaba
húmeda y le habían enseñado que no era correcto limpiarse con el puño.
-¿Estabas nervioso?
-No.
-Por favor, no le cuentes a tu madre sobre esta demora. Digo, para que
no se preocupe. La verdad es que no me podía sacar de encima a un
cliente que es un plomo.
No le cuentes a tu madre. Fernando no entendía por qué no decía: No le cuentes a Luisa.
Tomaron un taxi hasta el restaurante de todos los viernes. Fernando no
precisaba leer el menú. Siempre había sido fiel al churrasco con
ensalada.
-¿No querés pedir otra cosa?
-No.
-Yo me aburriría pidiendo siempre lo mismo.
-A mí me gusta. Por eso no me aburro.
Marcelo cumplió con el deber paterno de preguntarle por sus clases, sus
maestras, sus compañeros. Como eran las preguntas de siempre, Fernando
apeló a las respuestas de siempre.
-Y de todo lo que vas aprendiendo, ¿qué es lo que más te gusta?
-Las cuentas y los cuentos.
Como acompañamiento de un humor tan primario, Fernando esbozó su primera
sonrisa de este viernes, y el padre no tuvo más remedio que reírse.
En el postre tampoco hubo novedad: helado de vainilla.
-Y tu madre ¿cómo está?
-Sola. Está sola.
-Bueno, no tan sola. Está contigo ¿no?
-Sí, claro.
Llegaron al lindo apartamento sobre la Rambla y Fernando fue a su
cuarto. Marcelo le había reservado ese espacio, donde, además de la cama
y otros muebles, había juguetes (un mecano, un trencito eléctrico) de
uso y disfrute solitarios. Y asimismo un pequeño televisor. También en
casa de su madre tenía un ambiente propio, claro que con otros juguetes.
A Fernando le gustaba esa doble franja de sus entretenimientos. Era
como saltar de una región a otra, y viceversa.
Estuvo un rato jugando con el mecano (construyó algo que, si se lo
miraba con buena voluntad, podía parecerse a un molino), vio en la tele
un documental sobre las ardillas, dormitó un rato, así hasta que Marcelo
lo llamó desde la terraza.
Allí lo esperaba una novedad: una muchacha, alta, rubia y con el pelo
suelto, de vaqueros, que a Fernando le pareció linda y simpática.
-Fernando -dijo el padre-. Esta es Inés, una buena amiga mía, que también va a ser una buena amiga tuya.
La buena amiga sólo dijo ¡hola!, pero le tomó de un brazo y lo acercó a
su mecedora. Lo besó con suavidad y Fernando advirtió con alivio que
aquella mejilla no estaba sudada. A él le cayó bien que Inés no le
interrogara sobre la escuela, las clases, las maestras y los otros
alumnos. En cambio, le hizo comentarios sobre películas y sobre fútbol.
Le pareció increíble que una mujer supiera tanto de fútbol. Además, como
al pasar, dijo que era hincha de Nacional. También él era bolsiyudo. Un
buen comienzo. Marcelo, en cambio, era de Peñarol, pero asistía
satisfecho a aquel estreno, como el autor clandestino de un buen
libreto.
Inés había traído unos paquetes con comida, así que cenaron en casa.
Después vieron un poco de televisión (noticias sobre hambrunas,
inundaciones y atentados), pero como a Fernando se le cerraban los ojos,
el padre lo mandó a la cama, no sin antes recomendarle que se lavara
los dientes.
A medianoche lo despertó un ruido procedente del cuarto de baño. Alguien
había tirado la cadena. Como la puerta de su cuarto estaba entornada,
Fernando pudo espiar desde allí. Inés, de camisón, salió del baño y
entró en la habitación de Marcelo.
Fernando volvió a su cama y durante un buen rato estuvo desvelado. Inés
era linda y simpática y además de Nacional. Pero, antes de dormirse,
Fernando decidió reforzar su lealtad a Luisa. A su madre no le importaba
el fútbol, pero aun así a él le parecía más linda y más simpática.
El sábado y el domingo, Fernando disfrutó de su padre y éste de
Fernando. No era el momento de hacer el balance de la situación. Como si
hubiera concluido el guión de la película, Inés no habló más de fútbol.
Estaba tan callada, que en la tarde del domingo Marcelo se le acercó,
le acarició el lindo pelo y le preguntó si pasaba algo.
-Nada importante -dijo ella-. Sólo que tengo que acostumbrarme.
Lo dijo en un murmullo, sólo para Marcelo, pero Fernando la escuchó (la
abuela siempre decía: "este chico tiene un oído de tísico") y llegó a la
conclusión de que también él tenía que acostumbrarse. ¿Se
acostumbraría?
El domingo a la noche, Marcelo reintegró al chico al ámbito materno.
Llamó desde abajo y cuando oyó algo parecido a la voz de su ex mujer,
dijo: "Luisa, aquí te dejo a Fernando. Chau". "Gracias. Chau", dijo el
intercomunicador, más afónico que de costumbre.
Fernando subió en el ascensor hasta el sexto piso. Allí lo esperaba
Luisa. Lo besó, tenía la cara con un poco de pancake, pero a él no le
importó.
Un rato después, ella le hizo un jugo de naranja. De pronto contempló a
Fernando con curiosidad. Pensó que era absurdo, pero le pareció que de
algún modo su hijo había crecido en sólo 48 horas.
Sólo por decir algo, Luisa preguntó:
-Y tu padre ¿cómo está?
Fernando pensó: ella tampoco dice "Marcelo" sino "tu padre". Tragó saliva antes de responder:
-Solo. Está solo.
.
Mario Benedetti
Buzón de Tiempo
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