Parece mentira que a pesar de todos los años vividos en un grupo parroquial, de todos los estudios y experiencias junto a Cristo, cada vez que pienso y medito acerca del amor de Dios, tengo una sensación que me abruma.
Estamos acostumbrados desde pequeños a “trabajar” para ganarnos el afecto de los demás. Hay que comer bien para que mamá esté contenta, hay que limpiar nuestra habitación para que papá no se enoje, hay que ser bueno y educado para que los demás nos aprecien, hay que ser respetuoso para que los amigos y compañeros de trabajo nos valoren y quieran estar con nosotros.
¿Y con Dios? ¿Cómo hay que ser con nuestro Padre para que nos ame más?
Nada, nosotros no podemos hacer nada para que Dios nos ame menos y nada para que Dios nos ame más.
Él simplemente me ama porque soy su hija; sin condiciones, gratuitamente. No tiene razones para amarme.
La clave de mi relación personal con Dios no consiste en amar a Dios, sino en dejarme amar por Él.
En la medida en que yo me deje amar por Él, aprenderé a amar a los demás. Reflejaré hacia mis hermanos el amor de mi Padre, de la misma manera en que la luna refleja la luz del sol; no es su luz, sino la del sol, pero nos la refleja a nosotros de una manera suave, tenue, hermosa. Que hace que la admiremos y la disfrutemos, pero sin olvidar que es de alguien más grande de quien procede esa luz.
Así debo ser yo, un reflejo tenue y suave del amor de mi Padre. Pero para poder hacer eso debo dejarme amar, porque “sólo los amados, aman”
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